Había una vez un niño cuya mayor ilusión era tener un cohete y dispararlo hacia la luna, pero tenía tan poco dinero que no podía comprar ninguno. Un día, junto a la acera descubrió la caja de uno de sus cohetes favoritos, pero al abrirla descubrió que sólo contenía un pequeño cohete de papel averiado, resultado de un error en la fábrica.
El niño se apenó mucho, pero pensando que por fin tenía un
cohete, comenzó a preparar un escenario para lanzarlo. Durante
muchos días recogió papeles de todas las formas y colores, y se dedicó con toda
su alma a dibujar, recortar, pegar y colorear todas las estrellas y planetas para crear un espacio de
papel. Fue un
trabajo dificilísimo, pero el resultado final fue tan magnífico que la pared de
su habitación parecía una ventana abierta al espacio sideral.
Desde entonces el niño disfrutaba cada
día jugando con su cohete de papel, hasta que un compañero visitó su habitación
y al ver aquel espectacular escenario, le propuso cambiárselo por un cohete auténtico que tenía en casa. Aquello casi le volvió loco de
alegría, y aceptó el cambio encantado.
Desde entonces, cada día, al jugar con su
cohete nuevo, el niño echaba de menos su cohete de papel, con su escenario y sus planetas,
porque realmente disfrutaba mucho más jugando con su viejo cohete. Entonces se
dio cuenta de que se sentía mucho mejor cuando jugaba con aquellos juguetes que
él mismo había construido con esfuerzo e ilusión.
Y así, aquel niño empezó a construir él mismo todos sus juguetes,
y cuando creció, se convirtió en el mejor juguetero del mundo.
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