Había una vez una
aprendiz de hada madrina, mágica y maravillosa, la más lista y amable de las
hadas. Pero era también un hada muy fea, y por mucho que se esforzaba en
mostrar sus muchas cualidades, parecía que todos estaban empeñados en que lo
más importante de una hada tenía que ser su belleza. En la escuela de hadas no
le hacían caso, y cada vez que volaba a una misión para ayudar a un niño o
cualquier otra persona en apuros, antes de poder abrir la boca, ya la estaban
chillando y gritando:
- ¡fea! ¡bicho!, ¡lárgate de aquí!.
Aunque pequeña, su magia era muy poderosa, y
más de una vez había pensado hacer un encantamiento para volverse bella; pero
luego pensaba en lo que le contaba su mamá de pequeña:
- tú eres como eres, con cada uno de tus granos y tus arrugas; y seguro
que es así por alguna razón especial.
Pero un día,
las brujas del país vecino arrasaron el país, haciendo prisioneras a todas las
hadas y magos. Nuestra hada, poco antes de ser atacada, hechizó sus propios
vestidos, y ayudada por su fea cara, se hizo pasar por bruja. Así, pudo
seguirlas hasta su guarida, y una vez allí, con su magia preparo una gran
fiesta para todas, adornando la cueva con murciélagos, sapos y arañas, y música
de lobos aullando.
Durante la
fiesta, corrió a liberar a todas las hadas y magos, que con un gran hechizo
consiguieron encerrar a todas las brujas en la montana durante los siguientes
100 anos.
Y durante esos 100 anos, y muchos más, todos recordaron la valentía y la inteligencia del hada fea. Nunca más se volvió a considerar en aquel país la fealdad una desgracia, y cada vez que nacía alguien feo, todos se llenaban de alegría sabiendo que tendría grandes cosas por hacer.
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